DETIENEN AL CHAPO GUZMAN ¡MEXICO EN RIESGO!
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ALBERTO MUJICA
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Inmediatamente después del homicidio de Juan Jesús Posadas Ocampo, el Cendro logró ubicar a Joaquín Guzmán Loera en los límites de Jalisco y Michoacán, siguió su marcha por todo el altiplano hasta Chiapas, detectó su paso por la frontera con Guatemala y lo ubicó finalmente en El Salvador. El Sistema Hemisférico de Información dio seguimiento al uso de los numerosos celulares y múltiples tarjetas de crédito o débito que Guzmán Loera empleaba en su escapatoria. Acepto que ninguna serie de televisión plantearía las cosas de esta forma, pero así sucedieron.
Este operativo representaba una prueba de fuego para el Cendro, que logró coordinarse con las autoridades guatemaltecas y salvadoreñas. Estas últimas, voluntaria o involuntariamente, impulsaron a Guzmán Loera a regresar al territorio de Guatemala hasta su aprehensión el 9 de junio de 1993, cerca del hotel Panamericana, donde se alojaba en las afueras de esa ciudad. El Chapo fue detenido por miembros del Ejército guatemalteco y conducido a un recinto militar. Lo retuvieron el tiempo mínimo indispensable para que se planificara su entrega a las autoridades mexicanas. En uno de los constantes intercambio de información se estableció que la maniobra se realizaría a unos kilómetros dentro del territorio mexicano el 11 de junio, a las 11 horas.
En esa ocasión me tocó la tarea de concebir, planear y dirigir el operativo para recibir a Guzmán Loera de manos de un joven capitán guatemalteco, el hoy general de división Ricardo Bustamante, quien fungía en su país como contraparte del Cendro. Fui responsable también de trasladar al capo al aeropuerto de Toluca, donde lo remití al director del penal de alta seguridad de Almoloya, Juan Pablo de Tavira.
Me enteré de la misión que se me asignaba a las 23 horas de la víspera de la entrega del narcotraficante. Desde hacia algunos días había observado cómo se desarrollaba la situación e informaba paso a paso al procurador. Supe indirectamente que Carpizo le confiaría la labor de recibir a Guzmán Loera a uno de sus secretarios, el joven universitario y excelente abogado José Luis Ramos Rivera. Carpizo actuaba como lo que es, un científico del derecho, pero no imaginaba la complejidad y especialización que demandaba el cargo. ¿Qué pasó al final? ¿Se declaró incapaz el estimable José Luis? ¿Reflexionó Carpizo? ¿Intervino Salinas? Nunca supe.
El hecho es que ya muy tarde, mientras me encontraba en mi casa, Carpizo me comunicó la decisión. Valiéndome de mis relaciones con la Sedena hice las peticiones de apoyo para el caso. A las seis de la mañana me facilitaron un Boeing 727, dos pelotones de fusileros y paracaidistas. Más tarde me notificaron que uno de mis acompañantes seria el jefe de la Policía Judicial Militar, el coronel Guillermo Álvarez Nahara. Además, como persona de toda mi estima y confianza, a parte de haber sido el enlace con Centroamérica, viajaba conmigo Alejandro Alegre, del Cendro.
Cuando llegamos a Tapachula conversé con el comandante de la zona militar, el general José Domingo Ramírez Garrido Abreu, quien se mostraba nervioso. De su apoyo dependía una parte importante de la seguridad de la operación. No podíamos descartar un intento de asesinar a Guzmán con el fin de evitar que fuera trasladado e interrogado.
Más allá de lo anterior, la frontera en sí es peligrosa por la gran cantidad de gente que realiza trámites de cruce. Para garantizar la máxima seguridad, le pedí al general que aislará un perímetro de 200 metros, cuyo centro sería la intersección de caminos de la carretera Talismán-Tapachula. Los guatemaltecos me entregarían a Guzmán Loera en la desviación a Cacahoatán.
Un enviado de Alejandro Alegre que se encontraba en el puente Talismán –sobre el río Usumacinta, a menos de 10 kilómetros de distancia- dio aviso sobre el cruce del convoy que transportaba al detenido. Las autoridades de migración y aduana sobre el puente ya habían sido debidamente instruidas.
Cuando la comitiva arribó al cruce convenido, se presentó conmigo el comandante Ricardo Bustamante. Para mi sorpresa, se trataba de un joven capitán que no rebasaba los 28 años. Siguiendo el protocolo, se presentó atentísimo y pidió instrucciones sobre el manejo del prisionero. Se las di y Guzmán Loera fue trasladado a un vehículo militar mexicano. Así de peculiar, así de simple fue el seguimiento, la captura, la entrega y el traslado del notorio capo, quien siete años después se fugaría de la prisión.
Se había dispuesto que a la llegada del detenido al cuartel y después de permitírsele asear y desayunar, un médico y un laboratorista le practicaran un examen físico y le tomaran muestras hematológicas y de orina para determinar su estado de salud. El chequeo no reveló sino escoriaciones en muñecas, codos, tobillos y caderas producto de haber esta amarrado y acostado en el piso de la pick up donde lo habían trasladado desde Guatemala. Después de estos protocolos abordamos el avión que nos llevaría a Toluca. En la aeronave iban dos fusileros paracaidistas junto a la cabina, para su eventual defensa; dos o tres filas detrás se encontraban Guzmán Loera, esposado y fijado al asiento; seguían el resto de los paracaidistas, y yo viajaba en los últimos asientos cerca de la rampa posterior.
De pronto el coronel Nahara se acercó y me pidió autorización para interrogar al detenido. Recordé las prácticas militares y tomé en cuenta su deber de dar aviso por vía oral y escrita de manera inmediata. Desde luego, aprobé su solicitud, y le recomendé gran cautela en el uso del lenguaje, ninguna palabra agresiva, ningún gesto amenazante, ya que en su contra podrían obrar dos factores: el primero es que carecía de autoridad formal para interrogar y por lo tanto su informe no tendría validez judicial. El segundo es que podría provocar una queja por parte de Guzmán Loera en relación con el trato recibido. Al parecer, Nahara obró con toda prudencia y obtuvo lo que quería sin dificultades.
Más tarde me enteré de que el interrogatorio sacó a la luz varias cuestiones preocupantes que Nahara les comunicó a sus superiores. Guzmán Loera acusó a las autoridades guatemaltecas –no es necesariamente al capitán Ricardo Bustamanete—de haberle robado un millón y medio de dólares. Al final, el asunto no pasó de ser un rumor, y nunca constó de forma oficial. Por otro lado, el capo dijo también que cada mes le entregaba alrededor de 250 mil dólares al subprocurador Federico Ponce Rojas. Años después, el diario Milenio retomó este tema, cuando Ponce fungía como abogado de la presidencia del grupo Banamex. A lo que pudo verse, dicha noticia no tuvo un efecto de carácter indagatorio pro parte de la autoridad correspondiente, ni administrativo por parte de los mandos bancarios. No me atrevería a suponer alguna responsabilidad de Ponce Rojas, sin embargo, sí me sorprendió la inacción de la PGR y la dirección de Banamex, al menos para limpiar de sospechas al funcionario.
El secretario de la Defensa remitió el informe de Nahara al procurador, con copia para mí. Al parecer, Carpizo nunca lo vio. Mucho tiempo después se lo comenté, y para mi extrañeza él no recordaba haber tenido tal informe, me lo pidió y se lo entregué con la mayor buena voluntad.
Empezaba a caer la noche cuando aterrizamos en Toluca. Fui el primero en bajar por la rampa posterior, y al pie ya aguardaba el doctor De Tavira.
--Le entrego a su huésped, doctor.
--¡Qué faena!—repuso.
--No diga nombres y adiós.
A continuación descendió Guzmán Loera, encorvado por las esposas, y fue llevado al vehículo que lo esperaba. Yo abordé el mío. Partimos los dos a destinos bien diferentes. En el camino me comuniqué con Carpizo, quien recibió la noticia con auforia.
El procurador había hecho pública la recompensa por un millón de dólares que se daría a quien ayudará a detener al Chapo. Así, el presidente Salinas ordenó que se entregaran 300 mil dólares a los presidentes de El Salvador y Guatemala, para que los hicieran llegar a quienes a su juicio los merecieran. En ese acuerdo, visité en un viaje relámpago las capitales de estos países y entregué a los mandatarios lo establecido por Salinas. El presidente de El Salvador, aunque ya estaba alertado, parecía muy sorprendido, pero no hizo más demostraciones. El presidente de Guatemala fue más efusivo y habló ampliamente sobre la grandeza de México. Lo acompañaba el capitán Ricardo Bustamante, a quien di un abrazo de colega a colega.
Días después Carpizo me explicó que le había dado al presidente un informe pormenorizado de los hechos y que le había propuesto distribuir el resto del millón entre los miembros del Cendro que habían participado en la operación, a juicio mío tan meritorios como nuestros amigos centroamericanos. Burlonamente, Carpizo me contó que Salinas le había dicho a propósito de mí: “A jorge le tocará otro día"
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